La Escritura nos dice que Dios es luz. Él ve todo, sabe todo y lee incluso nuestros pensamientos más secretos. ¿No es impresionante? La luz de Dios me muestra lo que soy realmente, no tal como me veo con complacencia, ni como los demás me ven. Ella ilumina mis más secretas motivaciones, mi soberbia y mi egoísmo. ¿Quién puede permanecer bajo el poder penetrante y escrutador de esta luz? Nadie, salvo que esté al abrigo de la sangre de Cristo.
Cuando confiamos en Jesús, descubrimos la maravillosa armonía de todo lo que Dios preparó. Él es luz y quiso que los hombres tuvieran un lugar en “la luz” en comunión con él, el “Dios bendito” (1 Timoteo 1:11). Nos introduce en su presencia donde reinan la paz, la verdad y el amor. Allá no hay sombra alguna, nada que pueda avergonzarnos y asustarnos.
En el mundo físico la luz es activa, penetrante e irradiadora. El Dios invisible también derrama su luz sobre aquellos que se dejan iluminar por su Palabra. A su vez, éstos pueden reflejar algunos rayos del amor de Dios en un mundo moralmente sombrío.
“Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos:
Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él.
Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas,
mentimos, y no practicamos la verdad;
pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros,
y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”
(1 Jn. 1:5-7).
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